Historia

Cultura política, sistema político y ciudadanía – Elementos para una nueva construcción de sociedad-comunidad en Nicaragua

“Si revisamos la historia política
nicaragüense de ayer y de hoy,
encontramos en ella dos características
dominantes: la confrontación y
la confabulación, el facto y el pacto.
Cuando no estamos enfrentados a guerras
civiles, cuartelazos y montoneras, estamos
confabulados para ver la mejor manera
de manipular la ley y las instituciones en
beneficio del poder confiscado a las
mayorías, pero compartido (y con partida)
por los grupos hegemónicos de turno”.

(Serrano et al., 2004: 12).


1. Introducción


Hay una pregunta esencial en el proceso que vive Nicaragua y se sitúa en el grado de descomposición del Estado de derecho y la consecuente inobservancia y desprotección de los derechos humanos de la población: ¿por qué ha sido posible un fenómeno político como el actual Gobierno de Ortega y Murillo?

De la pregunta anterior podemos derivar algunas otras, como: ¿el Gobierno actual es el resultado de la acción de actores políticos poderosos o de un desarrollo débil e insuficiente del Estado de derecho y de su institucionalidad en el marco de una cultura política inadecuada? Pese a que diversos análisis han señalado la relevancia de la cultura política en la explicación de la crisis nicaragüense (Bolaños, 2018; Baca et al, 2019; Hurtado, 2019; Rocha, 2019; Carrión, 2020; Huelva et al. 2021), los mismos divergen en cuanto a su naturaleza y trayectoria. 

La respuesta a estas preguntas debería sentar los elementos de base para una reconstrucción o construcción de un Estado de derecho en Nicaragua, y tal vez nos permita explicarnos por qué una población que apoyaría una opción distinta al Gobierno del FSLN, que en 2021 osciló entre cerca del 70% en mayo y el 80% en septiembre (CID Gallup, 2021), no ha conseguido construir una oposición unificada en la diversidad. Cabe señalar que, a nuestro entender, la conciencia ciudadana es fundamental para encontrar dicha respuesta.

El presente documento inicia estableciendo los límites y alcances en la comprensión del concepto de cultura política a que se hace referencia. Posteriormente, para distinguir el perfil de la cultura política nicaragüense, su expresión institucional y las prácticas políticas que hicieron posible el actual estado de situación, se divide la reflexión en tres partes, comenzando con las bases fundacionales del actual ciclo político nacional: la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (JGRN) de 1979. Desde ahí se irán abordando elementos institucionales y prácticas políticas que parecen explicar el actual deterioro del Estado de derecho en Nicaragua, así como las de ciencias incurridas en la construcción de ciudadanía.

2. Cultura política, legitimidad y legalidad

Bobbio et al. (1987a) señalan que el concepto de “cultura política” se usa:

[…] para designar el conjunto de actitudes, normas y creencias, compartidas más o menos ampliamente por los miembros de una determinada unidad social y que tienen como objeto fenómenos políticos. Así […] podríamos decir que […] forman parte de la cultura política de una sociedad los conocimientos […] relativos a las instituciones, a la práctica política, a las fuerzas políticas que operan en un determinado contexto; las orientaciones más o menos difundidas como […] la indiferencia, el cinismo, la rigidez, el dogmatismo o, por el contrario, el sentido de confianza, la adhesión, la tolerancia hacia las fuerzas políticas distintas de la propia, etc.; y […] las normas, como […] el derecho y el deber de los ciudadanos de participar en la vida política, la obligación de aceptar las decisiones de la mayoría, la inclusión o exclusión del recurso a formas violentas de acción (p. 470).

Como señala Burgos (2015), “si todo sistema político está formado por instituciones y personas y esas personas poseen cierta cultura política que sirve como base para interactuar con dichas instituciones, es esperable que haya una relación entre ambos conceptos”. Huntington (1997), citado por Burgos (2015), señala al respecto: “Un sistema político es un conjunto formado por unas determinadas instituciones políticas, que tienen unas determinadas expresiones formales identificables en el régimen jurídico, en relación con un cierto nivel de participación que se manifiesta en conductas observables empíricamente y referidas al ejercicio del poder político por medio de las instituciones y los actos del gobierno”.

La legitimidad es un atributo fundamental de los sistemas políticos, como es señalado por Bobbio et al. (1987b: 892), ya que: “Consiste en la existencia en una parte relevante de la población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Por lo tanto, todo poder trata de ganarse el consenso para que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en adhesión”.

La legitimidad1 al convertir la obediencia en adhesión es inversamente proporcional a la predisposición a la desobediencia civil o, lo que es lo mismo, a mayor legitimidad mayor estabilidad en la gobernanza. La percepción social de deterioro de la legitimidad baja la barrera inhibitoria de la movilización popular.

El imperio de la ley es la base y fundamento del Estado de derecho. Todos están sometidos a la ley, los ciudadanos y quienes ejercen el poder político. A los ciudadanos les está permitido todo aquello que no tenga una prohibición legal expresa, como ha sido establecido en el artículo 32 de la Constitución nicaragüense: “Ninguna persona está obligada a hacer lo que ley no mande ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe”. A quienes ejercen el poder se les establece un marco de acción restringido, como funcionarios, y así está señalado en el artículo 130 de la Constitución, que establece: “Ningún cargo concede a quien lo ejerce más funciones que aquellas atribuidas por la Constitución y las leyes. Todo funcionario público actuará en estricto respeto a los principios de constitucionalidad y legalidad”, restricción que se extiende a las instituciones, como está establecido en el artículo 183: “Ningún Poder del Estado, organismo de gobierno o funcionario tendrá otra autoridad, facultad o jurisdicción que las que le con ere la Constitución Política y las leyes de la República”, es decir que, a diferencia del ciudadano, el funcionario solamente tiene permitido hacer lo que las leyes disponen con relación a su cargo.

Pese a lo arriba expresado, como señala Serrano (2004: 11): “En Nicaragua las leyes y las instituciones no han sido origen y contenido del poder sino su instrumento”, por lo cual la “formación de la democracia y el Estado de Derecho en Nicaragua exigen que ambas cosas vayan unidas: la Legalidad como supeditación del poder a la ley y las instituciones, y la Legitimidad como subordinación de ambas a la comunidad y sus necesidades […]” para posteriormente Serrano (2004: 12) concluir que esta “[…] doble subordinación, la del poder a la ley y la de la ley a la voluntad general y a la ética y valores universalmente aceptados, exige una nueva cultura política basada en lo que llamaría la conciencia de la legitimidad”.

3. El punto de partida: el colapso de 1979

El colapso2 del sistema político de Nicaragua en 1979, conocido como la revolución popular sandinista o la revolución nicaragüense, se produjo en el marco de dos cambios sustanciales de las condiciones políticas institucionales nacionales e internacionales. Entre los cambios nacionales estaban la transformación social ligada a un fuerte proceso de urbanización de su población como resultado del proceso de integración económica centroamericana, la transformación agraria y la industrialización por sustitución de importaciones, que trajo como consecuencia una profunda diversificación social que se sumó a la diversidad cultural ya existente y demandaba nuevos marcos de derechos e inclusión (Hurtado, 2017: 42-44). A nivel internacional se producían cambios en el marco del reconocimiento e institucionalización de una agenda de derechos humanos que, en esa época, no había sido reconocida por el Gobierno de Nicaragua.

A lo largo de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado fueron conformándose agrupaciones con identidades y demandas diversas (económicas, sociales y políticas), desde estudiantiles, gremiales, políticas y empresariales hasta religiosas e intelectuales, dando forma a representaciones como el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la Unión Democrática de Liberación (UDEL), o el Movimiento Democrático Nicaragüense (MDN), entre otras, que fueron convergiendo en organizaciones agregadas como el Movimiento Pueblo Unido (MPU), el Grupo de los 12, o el Frente Amplio de Oposición (FAO), etc., hasta conformar la primera Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (JGRN) en junio de 1979 durante la fase final del colapso del sistema político fundado y organizado por la familia Somoza.

La primera JGRN posiblemente sea la convergencia, o plataforma, de diálogo político e ideológico, así como social, más amplia de la historia política nicaragüense. Esta plataforma política existió por un corto período de 10 meses y terminó fracasando por el cambio en la correlación de fuerzas que devino en la imposición de un grupo sobre los otros. Esta de ciencia estructural para la construcción de una organización social parece formar la base del con icto actual y es descrita por algunos autores como un cambio de la cultura política desde el “paradigma de la contradicción” hacia un “paradigma de las diferencias” (Baca et al, 2018)3.

Esta efímera convergencia de los grupos y actores que dieron origen a la JGRN en 1979 planteó la visión de una Nicaragua que logró aglutinar las voluntades políticas, económicas y sociales de la población. Es importante remarcar que este histórico punto de inflexión se produjo sin la existencia de la gura de un caudillo, gura que tampoco existió en las elecciones de 1990 y 2001. La importancia de este hecho radica en que la gura del caudillo ha sido central en algunas de las más recientes explicaciones –discutibles– de la cultura política nicaragüense (Carrión, 2020; Huelva et al.: 2021).

Entre junio y agosto de 1979 la primera JGRN presentó tres documentos que expresaban la visión del grupo de actores que la conformaban: la Proclama en junio, el Programa en julio y el Estatuto Fundamental en agosto. Dentro de los tres instrumentos, se pueden reconocer dos grandes ejes que marcan un punto de inflexión en la cultura política nicaragüense: el primero en torno a democracia y ciudadanía, y el segundo alrededor de los derechos humanos.

3.1. Democracia y ciudadanía

La Proclama de la primera JGRN establecía como principios la soberanía y la autodeterminación, que podría entenderse como contexto para la construcción de una sociedad donde la legitimidad del Estado proviniese de su pueblo o comunidad. Sin embargo, en el documento del Programa –publicado apenas un mes después–, la soberanía se reducía a lo militar y a la defensa territorial, así como a la toma de decisiones nacionales, y al concepto de autodeterminación, sin establecerse realmente la construcción de la legitimidad del Estado respecto a la sociedad.

La Proclama de la JGRN también de nía entre sus prioridades “la organización de un verdadero sistema democrático” (p.1), que en el Programa presentado posteriormente se cambió a “la organización de un Régimen de Democracia Efectiva, de Justicia y Progreso Social, que garantice plenamente el derecho de todos los nicaragüenses a la participación política y el sufragio universal, así como la organización y funcionamiento de los partidos políticos, sin discriminaciones ideológicas” (p.2), enmarcando la democracia en el aspecto electoral como quedó evidenciado en el Estatuto Fundamental al mes siguiente (Título V, p.4).

Si bien el ejercicio de la democracia demanda la existencia de ciudadanos, en las cuatro veces que aparecía mencionado, tanto en el Programa como en el Estatuto Fundamental, este concepto presentaba una comprensión restrictiva, reducida a las materias de seguridad y democracia electoral. En la Proclama no se hablaba de ciudadanía, sino de pueblo, definiendo que el “Gobierno de Reconstrucción Nacional dirigirá sus mayores esfuerzos a estimular y organizar la participación popular en la solución de los grandes problemas nacionales”. Se reducía así la ciudadanía a un rol pasivo concordante con los modelos ideológicos socialmente aceptados en las tradicionales relaciones patrón-mozo o caudillo-seguidores. La comprensión de la ciudadanía en ese momento mantenía los estándares anteriores, circunscribiéndola a nacionalidad, derecho a elegir y ser electo, así como a reclamar lesiones a sus derechos, pero no se entendía como origen de la legitimidad del poder público ni como sujeto activo en los asuntos públicos. Ello fue ampliándose con la Constitución de 1987 y reformas posteriores, hasta llegar, décadas más tarde, a la formulación de una Ley de Participación Ciudadana. Sin embargo, es importante resaltar que en este punto se rompió con el postulado clasista inherente a la definición de ciudadano en el artículo 32 de la Constitución de 1974 que señalaba que: “Son ciudadanos: los nicaragüenses mayores de veintiún años de edad, los mayores de dieciocho que sepan leer y escribir o sean casados; y los menores de dieciocho que hayan concluido sus estudios de educación media”.

Desde la fundación de este ciclo político es observable la de ciencia en la comprensión de los alcances de la democracia y la falta de reconocimiento a la ciudadanía como actor fundamental en la construcción democrática de la sociedad y el Estado. La ciudadanía no era sujeto, sino objeto, a manera de masa manipulable y moldeable.

3.2. Derechos humanos

Un cambio relevante que se estableció en la cultura política nicaragüense a partir de 1979 fue la asunción de los derechos humanos como una agenda pública reconocida. Un reconocimiento que no se había conseguido antes en el Estado nicaragüense y que se encontraba en tres instrumentos de la primera JGRN: 1) el Programa de Gobierno de julio de 1979; 2) el Estatuto Fundamental; y 3) el Decreto Ley número 174, publicado en La Gaceta el 26 de noviembre de 1979, que dio fuerza de ley a la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

En el desarrollo de estos documentos: a) se daba amplia cobertura a los derechos sociales (alimentación, educación, salud, cultura); b) los derechos económicos de ingreso digno y adecuado se entendían como derecho social; c) los derechos políticos parecían restringirse a lo electoral; y d) los derechos individuales abarcaban la libertad de información, pensamiento, religiosa y organizacional.

A partir de estos dos aportes sustanciales a la cultura política nicaragüense (ciudadanía y derechos humanos) se puede explicar la naturaleza de las tensiones desde entonces entre la gestión del poder, que las élites continúan tratando de ejercer en el formato tradicional, y el paulatino desarrollo de la conciencia ciudadana de una parte importante de la población, que a la postre desembocaron en el conflicto que vive el país desde 2018 a través de los mecanismos que se explican a continuación.

4. Cultura política y marco institucional

La Constitución es la ley suprema de un país. Expresa los valores y anhelos de la comunidad nacional, por lo que su formulación debe de responder a los intereses del Estado. Para alcanzar un alto grado de legitimidad, la Constitución debe de ser reconocida por el conjunto de los ciudadanos que conforman la comunidad nacional, de manera que funja como rectora de la interacción y la organización social, es decir de su cultura política, permitiendo la gobernabilidad y sirviendo de base a una buena gobernanza a través del establecimiento de lo que se denominan salvaguardas democráticas, que no es otra cosa que imponer límites al poder normando su gestión (checks and balances).

4. 1. Salvaguarda democrática uno: reformas constitucionales y ciclos legislativos

Para garantizar que la Constitución refleje los intereses de Estado, y no sea fácilmente modificable por los grupos hegemónicos alrededor del poder, se establecen condiciones específicas como, por ejemplo, el voto de una mayoría calificada en la Asamblea Nacional y la necesidad de que una posible reforma sea debatida y aprobada en dos legislaturas. En este acápite se aborda concretamente el tema de las legislaturas, que aparentemente ha pasado desapercibido en los distintos análisis de la crisis del sistema político nicaragüense.

El término legislatura, en general, puede referirse tanto al órgano que legisla como al período en el que desempeñan sus funciones los legisladores electos (Diccionario Jurídico de la RAE). Su definición legal en el ordenamiento jurídico nicaragüense –alejada de las dos acepciones del término– no aparece hasta 2006 con la Ley 606, Ley Orgánica del Poder Legislativo de la República de Nicaragua, como: “Período en el que se veri can las sesiones de la Asamblea Nacional que comienza el día nueve de enero y concluye el quince de diciembre de cada año”. Sin embargo, en la Constitución de 1987 el artículo 192 ya establecía que: “…La iniciativa de reforma parcial deberá ser discutida en dos legislaturas”. Resulta evidente que la exigencia de que las reformas constitucionales tuviesen que ser aprobadas en dos legislaturas es una salvaguarda democrática que impide la manipulación de la Ley Suprema de la Nación, que es de interés superior del Estado, para no favorecer los intereses particulares de quien se encuentre ejerciendo el Gobierno.

En Nicaragua, a partir de 1989-1990 se adoptó de facto la interpretación del término legislatura, que se mencionaba en la parte final del artículo 192 de la Constitución de 1987, como ciclo administrativo, y no como ciclo electivo (duración del mandato alcanzado por la vía electoral), para realizar reformas constitucionales y que las mismas produjeran efectos casi inmediatos. Es decir, se consideró suficiente dar por concluido un ciclo administrativo (o período legislativo) de la Asamblea Nacional para proceder a realizar cambios en el contrato social y no mediante la ratificación de un órgano legislativo renovado por la vía electoral. Cabe señalar que, como parte del proceso de refundación del Estado de Nicaragua, consecuencia del colapso del sistema político en 1979, había sido derogada la Constitución Política previa (1974) y con ella las leyes que organizaban los distintos poderes del Estado. Nicaragua funcionaba con el Estatuto Fundamental y con un Consejo de Estado que fungía como Poder Legislativo. Con la entrada en vigor de la Constitución Política de 1987, nació la Asamblea Nacional de Nicaragua y comenzó a funcionar con nuevas disposiciones y normativas internas. Este dato es de suma importancia para explicar por qué el término legislatura utilizado en el artículo 192 de la Constitución de 1987 no tenía definición legal en el ordenamiento jurídico de ese momento.

En 1989 el Estatuto General de la Asamblea Nacional (Ley 26, de 3 de agosto de 1987) no contemplaba el procedimiento a seguir para la reforma parcial a la Constitución Política, y fue mediante la Ley 69, de 21 de noviembre de 1989, luego de un pacto político y para responder a sus exigencias, que se incluyeron los artículos que equipararon los términos legislatura y período legislativo:

Artículo 53.- En el caso de la iniciativa de Reforma Parcial de la Constitución Política se procederá conforme lo establecido en ésta y en el presente Estatuto, en lo relativo a su presentación, su dictamen y su primera discusión y aprobación.
Artículo 54.- La Junta Directiva someterá directamente al Plenario, para su segunda discusión, la iniciativa de Reforma Parcial tal como fue aprobada en la primera legislatura, en los primeros 60 días del siguiente período legislativo.
Artículo 80.- El sexto período legislativo correspondiente al año 1990 dará inicio el día 22 de Enero del mismo, fecha en se efectuará la Sesión Inaugural respectiva.

Como antecedente de esta salvaguarda democrática en la legislación constitucional nicaragüense se encontraba la Constitución Política de 1948, donde se establecía:

Art. 287.- La Constitución y las leyes constitutivas solo podrán ser reformadas en virtud de una ley aprobada en la forma prescrita en los Artículos 149, 150, 151 y 152 en lo que fueren aplicables, y a condición de que la ley reformatoria sea ratificada por el Congreso Pleno en las sesiones ordinarias siguientes a las nuevas elecciones de diputados y senadores . El Ejecutivo solamente podrá vetar la reforma cuando la reciba para su promulgación después de la ratificación del Congreso Pleno, en cuyo caso éste podrá ratificarla constitucionalmente conforme las reglas generales.

Por su parte, la Constitución Política de 1974 no establecía la salvaguarda democrática en los mismos términos que la de 1948, para la reforma constitucional en dos legislaturas (entendidas como períodos electivos), pero al menos contemplaba un proceso que involucraba a las dos Cámaras del Congreso (Poder Legislativo de la época) y al presidente, como representante del Poder Ejecutivo, en dos períodos legislativos. Es importante señalar que la Constitución de 1974 ya responde abiertamente a los intereses de la dictadura somocista y de ahí su flexibilización.

Años más tarde, en un intento frustrado de reforma constitucional en 1994 (Ley 173, de 23 de febrero de 1994), se trató de eliminar completamente la salvaguarda democrática de las dos legislaturas contenidas en los artículos 192 y 195 de la Constitución. Esto con el fin de allanar el camino a otras reformas constitucionales que provocaron un conflicto entre poderes del Estado en 1995.

Si la Constitución es la ley suprema de un país, la salvaguarda democrática que impide su modificación por los grupos de poder en el Gobierno, y su entorno inmediato, es la más importante, garantizando la gobernabilidad, la correcta gobernanza y, por ende, la estabilidad del sistema político. La flexibilidad interpretativa, que se estableció en 1989-1990 y que adquirió rango de ley en el 2006, para modificar la Constitución Política de Nicaragua parecía de utilidad para dirimir el conflicto fratricida en que se encontraba el país, pero fracturó definitivamente lo que pudo haber sido una verdadera salvaguarda democrática, de tal forma que en los últimos casi 40 años las reformas constitucionales se han encontrado orientadas por los intereses y la visión del grupo en el poder o que pretende hacerse con el poder y no por los intereses nacionales.

4.2. Salvaguarda democrática dos: reformas constitucionales y consulta ciudadana

Del colapso de 1979 emergió un Estado con una legitimidad limitada por la exclusión automática de todo el segmento de la población identificado como somocista, que se deterioró aún más por las tensiones y la imposibilidad de diálogo entre los diversos actores y que derivó en una nueva guerra fratricida y de agresión en el marco de la Guerra Fría. Esta falta de legitimidad no fue revertida en ningún sentido por las elecciones de 1984.

La Constitución Política de 1987 nació de una Asamblea Constituyente electa en un período de guerra y con espacios muy reducidos de negociación. Esta Constitución expresaba la visión del grupo hegemónico en el poder y no fue llevada a consulta ciudadana para garantizar su legitimidad, lo que era concordante con la visión de conducción del pueblo establecida en la Proclama de la JGRN (junio de 1979).

La debilidad del cambio de valores de la cultura política, entre pueblo y ciudadano, mostrado en los documentos fundacionales de este nuevo período político, y expuesto en el capítulo anterior, se hizo presente desde la Constitución de 1987. En aquel documento el concepto de ciudadano mantenía los valores prescritos en el Programa de Gobierno y Estatuto de la primera JGRN de 1979, pero agregó tres nuevos elementos en su comprensión: i) el derecho de organización más allá de los partidos políticos (art. 47); ii) participación en los asuntos públicos y en la gestión estatal (art. 50); iii) hacer peticiones, denunciar anomalías y hacer críticas constructivas, en forma individual o colectiva, a los poderes del Estado o a cualquier autoridad (art. 52).

La Constitución de 1987 introdujo también, por primera vez en la historia republicana nicaragüense, dos instrumentos novedosos concordantes con una cultura de derecho y ciudadanía: el referendo y el plebiscito. Aunque los mismos no fueron establecidos expresamente como instrumentos ciudadanos en aquel momento, sino en la reforma constitucional de 1995, se enunciaron en los artículos 168 y 173 dentro de las responsabilidades del Consejo Supremo Electoral (CSE). Sin embargo, ni la Constitución Política de 1987 ni su reforma de 1995 fueron sometidas a la consulta popular para resolver la situación de legitimidad limitada que acarreaba desde sus orígenes, manteniendo así su debilidad estructural como instrumento de gobernabilidad.

Ambos instrumentos fueron ampliados en la reforma constitucional de 2014, cuyo artículo dos pasó a decir:

La soberanía nacional reside en el pueblo y la ejerce a través de instrumentos democráticos decidiendo y participando libremente en la construcción y perfeccionamiento del sistema económico, político, cultural y social de la nación. El poder soberano lo ejerce el pueblo por medio de sus representantes libremente elegidos por sufragio universal, igual, directo y secreto, sin que ninguna otra persona o reunión de personas pueda arrogarse esta representación. También lo puede ejercer de forma directa a través del referéndum y el plebiscito. Asimismo, podrá ejercerlo a través de otros mecanismos directos, como los presupuestos participativos, las iniciativas ciudadanas, los Consejos territoriales, las asambleas territoriales y comunales de los pueblos originarios y afrodescendientes, los Consejos sectoriales, y otros procedimientos que se establezcan en la presente Constitución y las leyes.

Martí (2016: 251) señala que si bien su postulado “[…] podría suponer un importante activo a la democratización del país, también puede significar un mayor control partidista de las instituciones y de las políticas públicas.”; pero, además, se observaba la carencia de instrumentos revocatorios. Esta reforma tampoco fue sometida a los mecanismos ciudadanos del referéndum o el plebiscito, sino que se produjo en el marco de un deterioro general de los instrumentos democráticos del país que negaban justamente la aplicación de este postulado a grupos ajenos al poder y que en la crisis que estalló en 2018 se expresa en la eliminación sistemática de toda representación ciudadana no afín a los grupos hegemónicos.

En la práctica, a lo largo de la historia nicaragüense, la única opción implementada para dirimir los conflictos entre quienes ejercen el poder y quienes lo pretenden es una negociación o pacto que desemboca en una adecuación de las leyes o, más grave aún, de la misma Constitución Política a sus pretensiones; sin que esa adecuación sea consultada con la ciudadanía para su aprobación (legitimidad).

4.3. Salvaguarda democrática tres: la separación de poderes del Estado

La Constitución de 1987, en su artículo 7, establece que “son órganos de gobierno: el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo, el Poder Judicial y el Poder Electoral”. Esta separación, hasta la reforma de 2014, se mantuvo formalmente. En la Constitución de 1987, sin embargo, el Poder Ejecutivo tenía preeminencia sobre el Poder Legislativo, hecho que se expresaba en temas como la potestad de dictar decretos ejecutivos de aplicación general en materia administrativa, como el nombramiento discrecional de altos cargos del Poder Ejecutivo por parte del presidente (artículo 150 inciso 6).

En la reforma de 1995 se aplicaron cambios tanto en el sistema electoral como en la composición del Consejo Supremo Electoral (CSE) que apuntaron a la pérdida de autonomía política mediante “la composición de la administración electoral, pasando de un modelo en el que los miembros se elegían entre una base de ciudadanos capacitados sin vinculación partidaria a otro ‘partidarizado’, en el que las autoridades electorales serían elegidas a partir de listas propuestas por fuerzas políticas, introduciendo el peligro de politizar el aparato electoral” (Martí, 2016: 241). Esto, junto a la reforma del artículo 172.14 que establece que contra “[…] las resoluciones del Consejo Supremo en materia electoral no habrá recurso alguno ordinario ni extraordinario”, generó una institución pública ajena al control ciudadano y de los demás poderes del Estado ante posibles abusos en materia electoral. Pero, por otro lado, se reforzó al Poder Legislativo y se restringió al Poder Ejecutivo cuando “disminuyeron las facultades normativas del Presidente, su potestad de veto se disminuyó, este no puede oponerse especialmente ni a la reforma constitucional ni a leyes constitucionales, ni a los decretos emitidos por la Asamblea Nacional” (Matus, 2012: 29), expresado en los artículos de reforma 132.8 y 141.

Las reformas constitucionales y a la Ley Electoral del año 2000 se orientaron tanto a la reducción de los controles sobre los poderes del Estado como al control partidario de los mismos, en especial sobre la Corte Suprema de Justicia (CSJ), el CSE y la Contraloría General de la República, así como a truncar la competencia electoral (Dye et al. 2000: 7-9). Entre las medidas señaladas para la reducción de los mecanismos de checks and balances y lograr el control partidario, se encuentran la representación partidaria en los poderes según los resultados electorales, la ampliación del número de magistrados y principales funcionarios de alto nivel en aras de un equilibrio partidario y la reducción de la capacidad de control del Ejecutivo por parte de la Asamblea Nacional. Entre los principales mecanismos de restricción de la competencia electoral se establecieron nuevos estándares de inscripción de nuevos partidos, que prácticamente imposibilitaron su emergencia (administrativos y de cobertura territorial), así como se anuló la existencia de pequeños partidos políticos y se eliminaron las candidaturas de suscripción popular entre otros requisitos de tipo administrativo.

Posteriormente, mediante la reforma constitucional de 2005 (Ley 520), la Asamblea Nacional reforzó su condición de poder del Estado, al establecer el requisito de una mayoría cualificada (del 60% de los diputados) en vez de la mayoría simple para la ratificación de los nombramientos de altos cargos del Poder Ejecutivo.

La degradación de las barreras establecidas al presidente de la República en los controles constitucionales trajo consigo el riesgo de la reelección posterior al período 2007-2011, a pesar de las restricciones legales aparentemente insalvables. El primer esfuerzo de burlar las inhibiciones se produjo en el seno de la Asamblea Nacional, donde el jefe del Gobierno no alcanzó la necesaria votación calificada; posteriormente se abocó al CSE, donde obtuvo una negativa, y terminó recurriendo en la Sala de lo Constitucional de la CSJ (2009), que declaró inconstitucionales los artículos constitucionales 147 y 178. En la reforma constitucional de 2014 el Poder Ejecutivo volvió a ganar preeminencia sobre el Legislativo. Primero, al recuperar la potestad de dictar decretos ejecutivos en materia administrativa, quedando como única excepción a esta potestad la regulación en materia scal, que sigue reservada a la ley formal de la Asamblea Nacional. Con ello, el presidente de la República se convirtió en un órgano prácticamente colegislador. En segundo lugar, se suprimió la obligación del jefe de Estado de comparecer ante la Asamblea Nacional para presentar el informe anual de su gestión o por medio del vicepresidente de la República. Y, en tercer lugar, se aprobó la capacidad de rati car los nombramientos presidenciales de altos cargos con una mayoría simple de la Asamblea Nacional, suprimiendo así el cambio de mayoría cualificada de la reforma constitucional de 2005. A estos elementos de reforzamiento de la gura presidencial debe sumársele, a la vez, el debilitamiento de la Asamblea Nacional, al atribuir la titularidad del escaño parlamentario a los partidos y no a los representantes electos. En cuanto a la elección presidencial, en las reformas de 2014 se eliminaron las restricciones a la reelección indefinida y se estableció un sistema electoral de mayoría simple.

5. La cultura y las prácticas políticas

5.1. Las leyes marco y los pactos políticos

Con el término ley marco se conoce al instrumento utilizado en 1990 para adelantar las elecciones y poner n al conflicto bélico de la década de los ochenta. Concretamente el texto de esa primera ley marco de 1990 en sus considerandos dice:

I. Que el Presidente de Nicaragua suscribió el 4 de Agosto de 1989, un Acuerdo con dieciocho partidos políticos donde convinieron que las autoridades ejecutivas y legislativas que resulten electas el 25 de Febrero de 1990 tomarán posesión de sus cargos el 25 y 24 de Abril de 1990, respectivamente.
II. Que para el cumplimiento de dicho Acuerdo se hace necesario reformar transitoriamente la Constitución Política de Nicaragua, reforma que se ha realizado en dos legislaturas y en dos debates: El diez de octubre de 1989 el primero, y el treinta y uno de enero del corriente año el segundo.

De este modo, se introdujo en el sistema político la posibilidad de reformar a conveniencia la Constitución Política como resultado de un pacto entre cúpulas en un período de gobierno, como fue señalado con anterioridad. Esto tuvo como consecuencia directa que los cambios constitucionales en lo sucesivo respondieran a intereses particulares y no a los intereses del Estado.

La justificación de esta primera ley marco de 1990 parece evidente: había que detener la guerra dando cumplimiento a los acuerdos suscritos. Sin embargo, la decisión abrió las puertas a una flexibilidad jurídica tal que la Constitución Política de Nicaragua de 1987 ha sido reformada ya diez veces para satisfacer las necesidades y caprichos de las élites políticas y económicas del país. La misma gura jurídica (ley marco) se volvió a utilizar en los años 1995 y 2005, luego de cambios a la Constitución Política de 1987 que, por falta de un juego político asertivo, generaron gran inestabilidad. De igual manera, aunque no se utilizara el mismo instrumento, comparte la misma naturaleza la negociación política de 1998, formalmente denominada “Acuerdo de Gobernabilidad”, que provocó las reformas constitucionales que a la postre permitieron al FSLN ganar las elecciones del 2006 en primera ronda al haberse reducido el porcentaje de votos necesarios para lograrlo.

El uso recurrente de una negociación que requiere de una ley marco para dar salida a los con ictos de intereses políticos produce inevitablemente el deterioro de la legalidad y la legitimidad institucional por dos razones fundamentales:

a) Una ley marco, resultante de un pacto político, termina siendo más importante que la Constitución Política; es decir, en el sistema político nicaragüense actual la Constitución Política no es la ley suprema y puede ser modificada a conveniencia de quienes ejercen el poder y quienes lo pretenden;
b) Como consecuencia directa de lo anterior, el Estado y el ejercicio del Gobierno dependen de la voluntad de cúpulas o élites y no de la voluntad popular, trastocando la noción de soberanía y, con ella, la legitimidad general del Estado y sus instituciones jurídicas como ha quedado patente en la Ley 1055 (2020).

5.2. Sistema electoral: correlación de fuerzas o legitimidad

La brecha de la legitimidad del Estado nacional resultante del colapso de 1979 tendió a cerrarse con las elecciones de 1990. Este es el único proceso documentado en la historia poscolonial de Nicaragua que ha dado como resultado un Estado legítimo, producto de un proceso de paz-negociación-elecciones. El proceso electoral de 1990 fue un hito histórico que permitió un traspaso del poder al oponente en el marco de una cultura de paz , a pesar de todas las limitaciones, la polarización política y el desgaste ocasionado por la guerra (Puig, 2016: 241; Equipo Nitlapán-Envío, 1996).

Sin embargo, en la memoria política colectiva este hito ha sido borrado o desconfigurado y a partir de las elecciones nacionales siguientes, las de 1996, quedó claro que en la cultura política el paradigma de la contradicción no cambió con el impacto de la elección precedente. Las sombras y dudas sobre el proceso electoral volvieron a hacerse presentes en el sistema, como había sido habitual en los procesos previos a 1979, con irregularidades y de ciencias que terminaron afectando a la participación (Equipo Nitlapán-Envío, 1996). Si bien no puede decirse que hubo fraude, se señala que los incidentes y la partidización mermaron la credibilidad del proceso, habiéndose impugnado y pedido recuento de votos de mesas concretas que nunca fueron procesadas (Martí, 2016: p 242).

A partir del proceso electoral de 1996, la percepción de corrupción y el deterioro de la legitimidad de los procesos electorales han ido en aumento hasta vaciarlos de toda legitimidad, como se observó en las elecciones presidenciales de los años 2016 y 2021. Cada nuevo período electoral ha contado con más denuncias de irregularidades y menos participación ciudadana. A pesar de que los números oficiales de participación de 2011 y 2016 aparentaron una actividad electoral en el rango de lo normal, la población participante fue 20 puntos porcentuales menos que en 1990, como se indica en la tabla número 1. Distintos observadores externos, independientes, afirman que la participación en estos dos últimos procesos fue incluso sustancialmente menor que la que reflejan los datos oficiales.

Tabla 1. Procesos electorales y participación 1990 – 2016

Fuente: Elaboración propia a partir de datos de Banco Mundial y CSE

El creciente control por parte del partido en el poder, mediante los cambios negociados con sus contrapartes en los distintos poderes del Estado que fueron eliminando los controles constitucionales, permitió a su vez acentuar el deterioro institucional, pasando de elecciones competitivas entre 1990 y 2006 a elecciones autoritarias contestadas en 2008 y a elecciones hegemónicas a partir del 2011. En la reforma de la Ley Electoral de 2012 “se otorgó al CSE la capacidad de revisar de forma continua el padrón electoral, dándole la potestad de eliminar a aquellos ciudadanos que no hayan votado nunca desde 2006 con el n de purgar ausentes y fallecidos, pero con la posibilidad de sesgar el padrón expulsando desencantados, apáticos y opositores”. (Martí, 2016: 244).

Puede colocarse como hipótesis plausible que los grupos hegemónicos entienden el proceso electoral como un ajuste en la correlación de fuerzas, como un mecanismo que les permite acceder al poder para imponerse sobre sus adversarios y no para obtener la legitimidad de un sistema político que permita dirimir de forma pací ca las contradicciones entre los diversos sectores que integran la sociedad. De este modo, la formalidad de los números ha sido, hasta la fecha, más importante que el respeto a la voluntad ciudadana. Esta disociación es fuente permanente de inestabilidad política e inseguridad jurídica, marcando la ruta hacia un nuevo colapso social.

5.3. Cultura política y ciudadanía

La figura del ciudadano aparece desde la primera Constitución de 1858, del ciclo presidencialista de la República, así como el principio de soberanía que reside en la voluntad del pueblo aparece desde la Constitución de 1893. Ambas guras jurídicas se circunscribieron al derecho político electivo de selección de sus representantes, o bien en el caso del ciudadano a la posibilidad de ser electo en algunos de los cargos de representación y a su condición de nacionalidad. A partir de 1987, y en las construcciones normativas sucesivas, su gura jurídica ha sido ampliada.

La emergencia de las nuevas identidades ciudadanas en los últimos 50 años parece asentarse sobre tres pilares: derechos humanos, democracia y justicia. Estos tres elementos han ido emergiendo, tomando forma y se han desarrollado de manera asimétrica y en distintos grados en la conciencia ciudadana, lo que trastoca de fondo la comprensión y el abordaje tradicional de la cultura política nicaragüense.

Si bien en la década de los ochenta del siglo pasado la comprensión y el alcance de la materia de derechos humanos se limitaron fundamentalmente a los derechos sociales (educación, salud, seguridad alimentaria y cultural), estos establecieron las bases de la conciencia de derechos. Los derechos económicos se vieron limitados por la visión estatizante en el marco de la denominada economía mixta y por la visión del salario mínimo como derecho social y no económico.

En materia de derechos individuales y sociales dos temas prosperaron en esa misma década: uno por iniciativa del Gobierno, como lo fue el derecho de la niñez, y el segundo por emergencia y fortalecimiento de la conciencia ciudadana, como el derecho de las mujeres, gestado desde los orígenes del colapso de 1979 (Grisby, 2012), y fue tomando identidad y agenda propia a lo largo de los años ochenta (Equipo Envío, 1983) y madurando en los noventa (Equipo Envío, 1991). Los derechos políticos no se expresaron como rasgos de una nueva cultura política hasta las elecciones de 1990, dada la diversidad de actores políticos dentro de la contienda y la amplia participación ciudadana.

Si bien es cierto que se contó con ciertos espacios de desarrollo ciudadano como el renacimiento de los municipios como unidad de gobierno local en 1987 – posteriormente consignado en la Ley 40 de 1988– y la descentralización municipal en el Gobierno de Barrios (1990-1996), fue con la reforma de la Ley de Municipios de 1997 (Ley 261), durante la Administración de Alemán (1997-2001), que se estableció la gura del ciudadano como actor político, al señalar en su artículo primero que el municipio es la unidad base de la división política administrativa y se “organiza y funciona con la participación ciudadana”. Pero no será hasta el Gobierno de Bolaños (2002-2006) que se implementará el marco normativo e institucional que podría haberle dado soporte al desarrollo de la ciudadanía a través de la Ley de Participación Ciudadana, así como los Consejos Municipales y Departamentales de Desarrollo (CDM y CDD).

En la reforma constitucional de 1995, según el art. 140.4, los ciudadanos pueden presentar iniciativas de ley. Así también se establece, en la reforma del artículo 132 incisos del siete al nueve, la consulta a “las asociaciones civiles pertinentes” en la selección de titulares de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, magistrados, propietarios y suplentes del Consejo Supremo Electoral y, el procurador y subprocurador de Derechos Humanos. Posicionando así al ciudadano por primera vez en la historia republicana como verdadero actor en el ejercicio del poder político.

En la Ley 475 de Participación Ciudadana, del 2003, se de nió que ciudadanos son “todas las personas naturales en pleno goce de sus derechos civiles y políticos en capacidad de ejercer derechos y obligaciones en lo que hace al vínculo jurídico con el Estado”. Este articulado vincula la gura de ciudadanía a la gestión pública de la materia de derechos humanos, rompiendo de una vez la atadura histórica de ciudadanía a nacionalidad o ejercicio electivo, cerrando el ciclo del posicionamiento del ciudadano como gura política central en la cultura de derechos iniciada en la reforma constitucional de 1995.

La reforma constitucional del 2005, en su artículo 138, estableció el proceso de aprobación de los altos cargos del Poder Ejecutivo del Estado en consulta con las “asociaciones civiles pertinentes”, ampliando aún más el estándar formal de la acción ciudadana en los asuntos públicos y extendiendo el mecanismo de consultas establecidas en la reforma de 1995.

Este esfuerzo de democratización fue acompañado decididamente por la cooperación internacional que fue condicionando el apoyo de fondos al desarrollo de tales prácticas y marcos normativos. No obstante, la praxis política no acompañó dicho desarrollo normativo, tanto por la resistencia de los grupos hegemónicos como por el desarrollo insuficiente o deficiente de una ciudadanía más proactiva. La resistencia de los grupos hegemónicos se expresó en bloqueos y atrasos de los procesos de descentralización, así como en la desvinculación efectiva del Sistema Nicaragüense de Planificación (SNIP) de los mecanismos de consulta ciudadana, lo que se expresó en la baja alineación presupuestaria entre los diversos niveles territoriales luego de casi cuatro años de experiencia de desarrollo de los CDM y los CDD. El desarrollo insuficiente o deficiente de ciudadanía se expresó, entre otras cosas, en confusiones identitarias entre representaciones sociales y organismos no gubernamentales (ONG), y dentro de estos últimos, entre ONG de actores sociales (como, por ejemplo, las mujeres) y ONG prestadoras de servicios.

El cambio de estándar de país de Nicaragua en 2005-2006, desde país de ingreso bajo a ingreso medio-bajo, significó cambios en los mecanismos de cooperación a los que tenía acceso, pasando de mecanismos de donaciones a préstamos para el desarrollo como instrumentos principales. Este cambio coincidió con el cambio de Gobierno del 2007 y la entrada de los fondos de Venezuela que desvincularon al país de las condicionalidades de la cooperación. De esta forma se modificó la relación de los grupos hegemónicos con las expresiones de ciudadanía emergente y sus plataformas de acción.

La resistencia de los grupos hegemónicos a la emergencia ciudadana se volvió una embestida una vez liberados de las condicionalidades de la cooperación internacional al desarrollo. Se inició con una acción conservadora de reversión del derecho al aborto terapéutico adquirido en 1891. Muy rápidamente fueron dejadas a un lado la Ley 475 de participación ciudadana, la descentralización y la transparencia (Ley 62 de Acceso a la Información Pública). Si bien dichas leyes no fueron derogadas, se eliminaron de facto de las prácticas institucionales.

A lo largo de los últimos 30 años fueron desarrollándose nuevas identidades alrededor de los jóvenes, del ambiente, la minería, el adulto mayor y la tierra e incluso algunas de tipo gremial. Las diferentes movilizaciones ciudadanas en defensa de sus derechos comenzaron a ser reprimidas con violencia creciente a partir de 2007, pero estas expresiones de ciudadanía no consiguieron la construcción de redes sociales más amplias que les apoyaran en sus reivindicaciones hasta la convergencia de conflictos e intereses en abril de 2018. Estas expresiones de ciudadanía han enfrentado dificultades internas y externas para su organización en la diversidad y en formato de redes de grupos de intereses.

6. Notas para un nuevo ciclo político sostenible

Puede señalarse que, desde el último colapso (1979), al menos dos nuevos ejes de la cultura política nicaragüense condujeron el proceso de desarrollo institucional democrático: la emergencia de una conciencia ciudadana y el reconocimiento de los derechos humanos. Sin embargo, y al mismo tiempo, podemos identificar tres mecanismos de la vieja cultura política que llevaron al consecuente fracaso del sistema político: las salvaguardas democráticas deficientes, los pactos que crean las leyes marco y el insuficiente desarrollo y ejercicio de la ciudadanía, provocado por la resistencia de los grupos hegemónicos desde sus posiciones de poder.

La propuesta de agenda del diálogo nacional del 23 de mayo del 2018, presentada por la Conferencia Episcopal de Nicaragua, tanto como la forma inconsulta (con excepción de los grupos hegemónicos) en que se organizó a los grupos participantes de ese diálogo, reprodujo los mecanismos de la vieja cultura política mencionados en el párrafo anterior. En esa agenda se planteaba la aprobación de una nueva ley marco que permitiera modificar la Constitución Política con el n de adelantar los procesos electorales generales, municipales y de las regiones autónomas “con la mayor brevedad posible”, entre otros cambios sustanciales. Dicho de otro modo, los grupos y personas participantes en el diálogo nacional del 2018 al menos no eran conscientes de que estaban reproduciendo exactamente los mismos mecanismos que provocaron la crisis y el colapso del sistema político en los que se ve inmersa la sociedad nicaragüense hasta el día de hoy.

Aunque hay otros posibles aspectos de nuestra cultura política que no han sido suficientemente abordados, este breve análisis permite concluir que, para encontrar una salida a la crisis nicaragüense, las actuales fuerzas políticas y sociales tendrían que comprender que:

a) La sociedad nicaragüense es diversa, que la diversidad es fortaleza y que, por ello, es necesario desarrollar y afianzar una nueva cultura política gestora de las diferencias, en lugar de una que aproveche las contradicciones para ejercer posiciones de fuerza y exclusiones.
b) Los acuerdos sociales plasmados en la Constitución Política y demás leyes de la República son reglas de juego que deben orientarse a la búsqueda del bien común y no pueden depender de la correlación de fuerzas entre los grupos hegemónicos del momento ni de sus arreglos.
c) Es fundamental una visión de futuro incluyente, integradora y segura para todas las partes en la construcción de un nuevo pacto social, que se exprese en una Constitución Política a partir de la cual se desarrollen verdaderas políticas de Estado.
d) La Constitución Política debe tener salvaguardas democráticas, como la realización de consultas ciudadanas (plebiscito o referendo), la ruptura entre los tiempos de reformas y los tiempos de gobierno (ciclos legislativos electivos) y una adecuada separación de poderes, como estándares mínimos.

En resumen, la meta en este momento histórico tiene que ser la corrección de los errores cometidos en el pasado, aportando a la construcción de una nueva cultura política que establezca mecanismos de control ciudadano y salvaguardas democráticas que impidan los abusos de poder y la manipulación de las leyes, en especial los mecanismos que protejan a la ley que contiene y representa el contrato social, la Constitución Política. Con la mira puesta en ese horizonte es que tiene sentido el ejercicio de la acción política y cívica en el contexto actual.

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Notas

1 Legitimidad y aceptación no son equivalentes. La aceptación, o no, de un Gobierno afecta los alcances de un Gobierno. La legitimidad o no, según grados, permite la gobernanza, la desequilibra o la colapsa. La legitimidad es una cualidad de legítimo y aceptación es el recibir voluntariamente o sin oposición lo que se da, se ofrece o se encarga.
2 Se hablará de colapso y no de revoluciones en este escrito para hacer énfasis en las limitaciones de la cultura política nacional a la hora de solucionar de manera pací ca e incluyente sus divergencias y tensiones internas sin que se produzca un deterioro sustancial del marco institucional y de la legitimidad del sistema político, llevándolo a su implosión.
3 “1) La generación de nicaragüenses que dio al traste por la vía armada con la dictadura somocista nació, creció y se multiplicó –ideológicamente y en lo permitido por las circunstancias– en un paradigma predominante en ese momento y cuya principal característica permite identificarlo como un ‘paradigma de la contradicción’.
2) La esencia de dicho paradigma radica en que el ‘uno’ considera al ‘otro’ como un enemigo al que hay que vencer y, eventualmente, destruir, pues su sola existencia amenaza y se opone a lo que interesa y conviene al ‘uno’.
3) Adicionalmente, ese ‘uno’ se considera a sí mismo como el sector más avanzado de la sociedad y está ‘obligado históricamente’ a triunfar sobre el ‘otro’ para poder garantizar un mejor futuro para todos en la sociedad.
4) Por el contrario, la generación de nicaragüenses, jóvenes, que ha estado a la cabeza de la revuelta social que está estremeciendo Nicaragua desde el 19 de abril de 2018, ha crecido y se ha formado en otro tipo de paradigma; uno al que podríamos llamar ‘paradigma de la diferencia’.
5) En este paradigma, lo esencial es que todos los ‘unos’ existentes en la sociedad, reconocen y aceptan la existencia de todos los ‘otros’. No solamente en términos de aceptación como realidad, sino también en términos de ‘sujetos sociales reales, con derechos iguales’.
6) Dicho paradigma, por tanto, no necesita que ‘desaparezca’ ningún otro; antes bien, su existencia y posibilidad de reproducción y crecimiento es lo que llena de contenido y le otorga validez social al mismo.
7) Tampoco necesita el paradigma de la diferencia que ninguno de los sectores de la sociedad sea ni se convierta en ‘el sector más avanzado’ de la misma, ni que recoja o represente en sí los ‘intereses objetivos’ de toda la sociedad para ser válido. Antes bien, su fuerza y validez radica precisamente en esa variopinta conformación social”.
4 El cambio de poder del detentor del poder a la oposición no se produce por colapso institucional –ni se da una exclusión política de una parte de la sociedad– ni por la intervención directa de poderes extranjeros.

Autor(a):

Sociólogo con maestría en políticas públicas para el desarrollo rural. Con 30 años en trabajos de gestión de conocimiento en estudios, diseños de metodologías e instrumentos, y formación, en diversas materias como desarrollo rural, descentralización del Estado, seguridad alimentaria y derecho a la alimentación, y los últimos años en cultura política.

Ciudadano nicaragüense, contador de profesión, con formación universitaria en Derecho, Informática y Educación (Matemáticas y Física). Más de 30 años de experiencia en la creación y dirección de todo tipo de entidades mercantiles y organizaciones no gubernamentales (políticas, culturales y deportivas). Se desempeña actualmente como asesor empresarial.

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